Por

Luis Saavedra Contreras (*)

Hace apenas unas semanas, el Perú asistió con estupor al asesinato atroz de trece vigilantes peruanos en la provincia de Pataz. Jóvenes, la mayoría formados solo en el servicio militar voluntario, sin entrenamiento especializado ni preparación para el combate irregular, fueron emboscados por un grupo terrorista. Según las versiones recogidas, se rindieron. Y fue su rendición —no su resistencia— lo que firmó su sentencia de muerte.

Como investigador en inteligencia estratégica y estudioso de la doctrina militar en escenarios de conflicto asimétrico, me vi en la obligación de escribir estas líneas. No para explicar la brutalidad de los hechos —que por sí sola grita—, sino para dejar claro un principio que muchos han olvidado: frente a enemigos sin alma, jamás hay que rendirse.

La rendición no es salida: es una condena

Rendirse tiene sentido en guerras convencionales, donde existe un mando, una cadena de custodia, un marco legal y reglas mínimas de trato al prisionero. Pero en conflictos irregulares —como los que vivimos hoy en zonas tomadas por el narcoterrorismo— rendirnos no garantiza la vida. Al contrario, la pone en mayor peligro.

Los enemigos actuales no actúan por códigos ni respetan límites. No toman prisioneros: toman cuerpos, toman imágenes, toman símbolos. La rendición se convierte entonces en un acto funcional a su narrativa. El capturado deja de ser sujeto de compasión para convertirse en material de propaganda.

Lo he estudiado en múltiples conflictos —desde las guerras en Asia Central hasta las selvas de América Latina— y la conclusión es siempre la misma: cuando el enemigo no tiene escrúpulos, resistir no es una opción heroica, sino una necesidad operativa.

¿Por qué resistir aumenta las posibilidades de sobrevivir?

Podría sonar contradictorio, pero los datos lo confirman: quienes resisten, quienes se aferran a la iniciativa, tienen más chances de vivir. Porque mientras luchan, imponen incertidumbre, retrasan la ejecución del enemigo, generan dudas y, a veces, crean el espacio crítico para escapar, ser rescatados o incluso revertir la situación.

Esta idea no es retórica. Es doctrina. Es el eje del programa SERE (Supervivencia, Evasión, Resistencia y Escape) que entrenan las unidades de élite en todo el mundo. En SERE, el primer principio es claro: no confiar jamás en las promesas de un enemigo irregular. No bajar la guardia. No entregar el cuerpo ni la voluntad. Mientras se resista, hay posibilidades. Cuando se cede, el destino queda en manos del verdugo.

La psicología de la falsa esperanza

Comprendo que rendirse pueda parecer sensato. El miedo es humano. Y bajo una amenaza inminente, la mente crea narrativas ilusorias para protegernos. Es lo que los psicólogos llaman “sesgo de esperanza”: creer que el agresor tendrá compasión si nos sometemos. Pero en el terrorismo eso no ocurre. No hay compasión. Solo objetivos. Solo escarmientos.

Lo he visto, lo he leído en testimonios de cautiverio, y lo he confirmado en el análisis conductual de grupos terroristas: la rendición se interpreta como debilidad, y la debilidad debe ser castigada. No es personal. Es funcional.

El caso de Pataz: dolor, negligencia y una lección urgente

No puedo escribir este artículo sin volver —una y otra vez— al caso de Pataz. No como una anécdota trágica más, sino como el símbolo desgarrador de lo que ocurre cuando el Estado abandona su responsabilidad más básica: proteger a quienes pone en primera línea de fuego.

Trece jóvenes peruanos —la mayoría formados únicamente en el servicio militar voluntario— fueron asignados como vigilantes en una zona marcada por el crimen organizado, la minería ilegal y la presencia creciente de grupos narcoterroristas. No eran comandos. No eran parte de una unidad de intervención especializada. No estaban entrenados para una guerra irregular. Y sin embargo, fueron enviados al corazón del conflicto.

La información que ha trascendido indica que estos jóvenes fueron emboscados. Superados, desorientados y sin apoyo inmediato, tomaron la decisión de rendirse. Lo hicieron creyendo que esa era la única vía para sobrevivir. Lo hicieron porque nadie les explicó que, frente a ese tipo de enemigo, rendir las armas es rendir también la vida.

Y lo pagaron con sangre. Con tortura. Con humillación. Sus cuerpos fueron hallados no solo sin vida, sino sin dignidad. Amarrados. Despojados de humanidad. Convertidos en un mensaje de terror para quienes aún patrullan sin saber lo que podría esperarles.

Aquí no hablamos solo de un error táctico. Hablamos de una cadena de decisiones irresponsables, que expusieron a estos muchachos a una amenaza que excedía completamente sus capacidades. Y nadie —al menos hasta hoy— ha respondido por ello.

Me resulta incomprensible que en un país con conocimiento directo del fenómeno del terrorismo, con experiencia histórica en combate irregular, no exista un protocolo claro que impida asignar personal sin doctrina SERE o formación en enfrentamientos asimétricos a zonas de alto riesgo. Porque no se trata de buena voluntad, ni de temple, ni siquiera de valentía. Se trata de preparación. Se trata de principios estratégicos. Se trata de cuidar a quienes nos cuidan.

La negligencia no terminó con su muerte. Continuó con el silencio institucional, con la falta de investigación inmediata, con la ausencia de responsables identificados. ¿Quién los contrató? ¿Qué criterios se usaron? ¿Quién omitió evaluar la amenaza latente en la zona de Pataz? ¿Por qué no se les reforzó ni se les dotó de una cadena de mando eficiente y preparada?

Lo que ocurrió en Pataz no puede ni debe verse como un incidente aislado. Es una expresión cruda de un problema estructural: estamos enviando a nuestros jóvenes a enfrentar enemigos entrenados, despiadados, organizados y fuertemente armados, sin haberles enseñado siquiera a resistir. Y cuando los perdemos, los dejamos ir sin exigir justicia, sin asumir responsabilidades, sin cambiar las reglas.

La lección que nos deja Pataz debe ser categórica: nunca más se debe desplegar personal sin entrenamiento especializado en zonas dominadas por el crimen organizado o el terrorismo. Nunca más deben nuestros jóvenes enfrentar emboscadas con la única defensa de su intuición o su buena voluntad. Nunca más deben morir creyendo que rendirse es la salvación, cuando es, en realidad, una trampa mortal tendida por un enemigo que no concede, no perdona y no olvida.

Debemos preguntarnos con seriedad: ¿Quién autorizó su despliegue? ¿Bajo qué criterio se los asignó a un rol de altísimo riesgo? ¿Por qué el Estado permite que personas sin doctrina combatan contra enemigos expertos en guerra psicológica y táctica irregular?

Resistir también es comunicar

La resistencia no es solamente una respuesta física frente al peligro. Es, ante todo, un mensaje. Cuando un combatiente decide mantenerse firme, incluso en inferioridad, comunica algo fundamental al enemigo, a sus compañeros y a la nación entera: que no será una víctima pasiva, que no cederá el control de su voluntad y que la derrota, si llega, no será gratuita para quien la cause.

Desde la perspectiva de la psicología del combate, esa decisión de resistir —aun cuando parezca inútil— rompe la expectativa de sometimiento total que el enemigo busca imponer. El adversario irregular opera a través del miedo, del dominio simbólico, del control emocional. Quiere que el oponente se rinda sin luchar, que se someta sin dignidad, que implore. Por eso, cuando alguien resiste, le quita el control narrativo, le fractura la confianza en su propio poder, le obliga a enfrentar algo que no puede controlar: la voluntad ajena.

Además, la resistencia tiene un poder cohesivo. Quien resiste, inspira. Su acto no solo sostiene su vida por unos segundos más: sostiene la moral del grupo, del pelotón, de la comunidad. A veces basta que uno no se rinda para que otro tampoco lo haga. El efecto contagio de la voluntad es tan poderoso como el del miedo. Y esa chispa, en situaciones críticas, puede cambiar el curso de un combate o, al menos, transformar una derrota en una retirada digna y una muerte en un símbolo que fortalece a los que quedan.

Resistir también comunica al país. Comunica que hay ciudadanos dispuestos a enfrentar lo que sea necesario, no por órdenes ni por premios, sino por convicción. Esa narrativa es vital en naciones golpeadas por el crimen organizado, donde el discurso del poder delictivo se propaga más rápido que la voluntad institucional. Cada combatiente que resiste deja un rastro simbólico: le dice a su pueblo que no todo está perdido, que no todos se doblegan, que aún hay quienes, incluso sin superioridad, eligen luchar.

Jamás enviar a nadie sin doctrina

Rendirse ante un enemigo asimétrico, despiadado y no convencional no es una opción viable ni moral, ni estratégica. En conflictos de esta naturaleza, la rendición no garantiza la vida: es, en muchos casos, el preludio de la tortura, la degradación y la ejecución. Frente a estas amenazas, la resistencia total no solo representa un acto de honor, sino una estrategia operativa racional, orientada a sobrevivir, dignificar la muerte si esta llega, y desgastar al adversario, incluso en condiciones de inferioridad.

Así lo indica, desde hace muchos años, la psicología de combate, los manuales doctrinarios, los informes de guerra y la experiencia real de quienes han enfrentado a este tipo de enemigos. Y en todos los escenarios, la conclusión es la misma: el que resiste, vive más tiempo. Y si muere, muere con dignidad. Y si logra escapar, lo hace porque nunca se entregó.

Combatir hasta el final no es un romanticismo suicida. Es mantener la iniciativa, impedir que el enemigo imponga sus condiciones y, en el peor de los casos, infligirle un daño que le cueste más de lo que esperaba. Como entendió Clausewitz, la voluntad de lucha, aún en la desventaja, puede modificar la dinámica del campo de batalla y evitar el colapso total.

Por eso, la lección debe ser tajante y nacional: ningún combatiente debe ser enviado a una zona de guerra irregular sin estar preparado doctrinariamente para resistir. Nunca rendirse debe dejar de ser una frase simbólica, para convertirse en una política de Estado. Porque resistir, incluso cuando todo parece perdido, es mantener viva la Nación. Y yo no tengo ninguna duda: esa es la única victoria que el enemigo no podrá quitarnos jamás.

(*) Ingeniero Ambiental, Máster en Ingeniería Ambiental, Universidad Ramon Llull, IQS, Barcelona, España, Maestro en Inteligencia Estratégica, Centro de Altos Estudios Nacionales, Lima, Perú (Graduado con honores, primer puesto de la VI Maestría).

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