La guerra entre Rusia y Ucrania lleva ya más de dos años, generando miles de muertos en uno y otro bando, y ahondando, dramáticamente, las fisuras geopolíticas en Europa y el mundo. El caso es que Vladímir Putin nunca imaginó, siquiera en su peor pesadilla, que su país se vería envuelto en un conflicto armado de esta magnitud, pues, cuando ordenó la invasión, creyó que podría tomar Kiev y derrocar a Volodímir Zelenski en 24 o, a lo mucho, 72 horas. Esto es, una suerte de paseo militar con solo unos pocos muertos de por medio; ucranianos, claro.
Este trágico error de cálculo se explica, en buena cuenta, por un fallo colosal de la inteligencia estratégica de Rusia. Así, subestimó la capacidad de liderazgo de Zelenski, el nivel de cohesión social de Ucrania y la competencia de sus Fuerzas Armadas. Igualmente, se equivocó a la hora de estimar la reacción de Occidente, creyendo que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Unión Europea (UE) se dividirían a la hora de hacer frente a la invasión, cosa que no ha ocurrido en absoluto.
Cierto es que estos fallos de inteligencia estratégica se vieron ahondados por errores militares no menos graves en materia de planificación, mando y logística, que entorpecieron las operaciones en grado sumo. Aunque también es probable que las agencias de inteligencia, a fin de evitar contrariar a Putin, convencido de una rápida victoria militar y la caída en desgracia de Zelenski, solo le hayan dicho lo que quería escuchar. A fin de cuentas, ocho años antes sus “hombrecitos verdes” se habían apoderado de Crimea sin disparar un tiro.
De ahí la importancia que tiene para un país de disponer de un servicio de inteligencia de primer nivel, que no sea dado a la mediocridad ni proclive a la politización, a fin de que sea capaz de allanar el camino para la consecución de los objetivos nacionales. Porque la inteligencia estratégica permite determinar las capacidades, vulnerabilidades y probables formas de acción de los actores, internos y externos, que se oponen a los intereses del Estado, así como conocer el contexto en que se desenvuelven.
Dado que es un conocimiento que tiene un grado óptimo de verdad o de predicción, resulta fundamental para la toma de decisiones en las más altas esferas del gobierno, esto es, el presidente de la República y los ministros de Estado, a quienes se suministra inteligencia estratégica de todos los campos. En ese sentido, no solo se les dice lo que está pasando, y por qué está pasando, sino también lo que puede suceder en los próximos días, semanas o, incluso, meses.
Ahora bien, la inteligencia estratégica no interesa solo a los gobiernos, pues también resulta de utilidad en el ámbito empresarial, toda vez que, a través de un estudio metodológico del entorno, permite identificar escenarios de riesgo, es decir, situaciones que pueden afectar la consecución de los objetivos estratégicos de una organización. Estos escenarios, que se configuran por la interacción de actores y factores de riesgo en un contexto espacio-temporal, se abordan mediante un proceso de análisis estructurado, integral y multidimensional.
En suma, la inteligencia estratégica permite al Estado y a las empresas anticiparse a los riesgos y reducir la incertidumbre, así como avizorar el futuro. Este hecho tiene una incidencia significativa en el proceso de toma de decisiones, minimizando los riesgos y maximizando las oportunidades. En un mundo afectado, entre otras cosas, por la intensificación del cambio climático, la presencia de tecnologías disruptivas y los avatares de la disputa geopolítica global, esta actividad hace posible que puedan estar siempre un paso adelante en relación a rivales y competidores.
❯❯ Carlos Rada Benavides es analista de temas internacionales y de seguridad.