En 1991, el entonces ministro de economía del Perú, Carlos Boloña Behr, incorporó al país al denominado “Consenso de Washington”, suerte de acuerdo entre las principales entidades financieras internacionales (Banco Mundial, FMI, etc.) consistente un conjunto de medidas económicas de orden neoliberal, surgidas luego de la caída del muro de Berlín, para superar el estallido de la crisis por la deuda externa de la mayoría de países del tercer mundo.

En ese contexto, el Perú acusaba los lacerantes rezagos de la hiperinflación del primer gobierno de García, el avance armado de Sendero Luminoso y un desconcierto creciente sobre el futuro del país.

Aparentemente, y para la mirada externa, un Perú abierto a la economía de libre mercado empezó a salir de la crisis, hasta alcanzar —tres décadas después del cambio de timón— el apelativo de “estrella de Latinoamérica”, por su envidiable récord de crecimiento macroeconómico, que le permitió superar a los países vecinos en su ritmo de sostenido ascenso.

Sin embargo, bastaron poco más de doce meses para que la crisis sanitaria global, mostrara una realidad sobrecogedora: en treinta años de liberalismo, el modelo no logró distribuir equitativamente la riqueza generada luego de seis lustros y cinco regímenes democráticos que respetaron el esquema económico desde 1991, pero sin mejorarlo, ni reformarlo.

Esta realidad demuestra, de manera palpable, la falta de previsión de los sucesivos gobiernos y del grupo de poder económico –dueño de la banca y las principales industrias del Perú–, para organizar un plan flexible y armónico con la realidad de los sectores menos favorecidos del país, y alcanzar un auténtico crecimiento, que lograra robustecer la capacidad financiera de las capas sociales más bajas, para beneficio de una mejor y mayor dinámica comercial.

Dicha falta de previsión, constituye una real y auténtica ESTUPIDEZ por parte de los gobiernos de turno y los grupos de poder económico que tuvieron la obligación de prever y evitar un escenario de estallido social o la toma del gobierno de partidos radicales por la vía democrática, tal como sucedió en Venezuela, y como ahora podría ocurrir en el Perú con Pedro Castillo.

Ello, porque, sin lugar a dudas, Castillo es la expresión de muchas frustraciones de la población que observa en él a un “salvador”, sin importar su ideología. La comunidad, en medio de una crisis política, económica y sanitaria, necesita un cambio, aunque sea pequeño, pero un cambio, a fin de cuentas.

Si Keiko Fujimori asegura defender el modelo actual, no está ofreciendo nada nuevo, sino prometiendo mantener el statu quo, como si el Perú fuera un país del primer mundo.

Es por eso que la candidata de Fuerza Popular, deberá persuadir y convencer a los electores que llevará adelante la primera gran reforma del sistema que evitará la usura –con los créditos de elevada tasa–, y la conformación de oligopolios que promueven el mercantilismo.

En treinta años, en cinco gobiernos, no se ejecutaron las reformas al modelo económico y político, que pudieran regular la economía y distribuir la riqueza en forma equitativa.

Fue por ello que el modelo devino en monopolios, oligopolios, en creación de empresarios mercantilistas que tienen privilegios tributarios y viven del Estado, ganando licitaciones amañadas.

Asimismo, los medios de comunicación, de propiedad de los grupos de poder, privilegiaron espacios que, lejos de promover, prácticamente anulaban la capacidad analítica de la gente, sin información relevante en horarios de alta sintonía.

El resultado: una generación sin memoria colectiva, desorientada, sujeta a la volátil cultura de las redes sociales y presa fácil de los discursos de justicia y reivindicación social.

En este lúgubre escenario, sin garantía alguna de que el candidato Pedro Castillo cumpla con lo expresado, de respetar el orden constitucional, ¿Existe alguna esperanza de que el país no marche hacia una realidad política, económica y social como la venezolana?

El último reducto, sin lugar a dudas, son las Fuerzas Armadas del Perú que, en realidad, muy poco le deben los gobiernos de libre mercado, pues su capacidad operativa, en décadas, ha marchado hacia un triste desarme.

Es la clase militar de nuestro país, adversaria permanente de Sendero Luminoso y el MRTA, a quien corresponde custodiar el orden constitucional del Perú y protegerlo contra cualquier intento de ruptura del sistema democrático.

Luego de medio siglo de que un régimen militar, golpista e izquierdista, interrumpiera un proceso de evolución económica y democrática, la historia hoy brinda la oportunidad de reivindicación a los mandos militares para demostrar que, a pesar de la postergación financiera sistemática que alimente sus capacidades operativas, cumplirán con el Perú, y lo defenderán contra cualquier enemigo de la democracia.